Por Enrique Rojas, catedrático de Psiquiatría. Su último libro es Adiós Depresión (EL MUNDO, 01/03/08).
La soberbia consiste en concederse más méritos de los que uno tiene. Es la trampa del amor propio: estimarse muy por encima de lo que uno vale. Es falta de humildad y por tanto, de lucidez. La soberbia es la pasión desenfrenada sobre sí mismo. Apetito desordenado de la propia persona que descansa sobre la hipertrofia de la propia excelencia. Es fuente y origen de muchos males de la conducta y es ante todo una actitud que consiste en adorarse a sí mismo: sus notas más características son prepotencia, presunción, jactancia, vanagloria, situarse por encima de todos lo que le rodean. La inteligencia hace un juicio deformado de sí en positivo, que arrastra a sentirse el centro de todo, un entusiasmo que es idolatría personal.
Hay dos tipos de soberbia; una que es vivida como pasión, que comporta un afecto excesivo, vehemente, ardoroso, que llega a ser tan intenso que nubla la razón, pudiendo incluso anularla e impedir que los hechos personales se vean con una mínima objetividad. La otra es percibida como sentimiento cursa de forma mas suave y esa fuerza se acompasa y la cabeza aún es capaz de aplicar la pupila que capte la realidad de lo que uno es, aunque sólo sea en momentos estelares. Entre una y otra deambula la soberbia, transita, circula, se mueve y según los momentos y circunstancias hay más de la una o de la otra.
La soberbia es más intelectual y emerge en alguien que realmente tiene una cierta superioridad en algún plano destacado de la vida. Se trata de un ser humano que ha destacado en alguna faceta y sobre una cierta base. El balance propio saca las cosas de quicio y pide y exige un reconocimiento publico de sus logros. Para un psiquiatra, estamos ante lo que se llama una deformación de la percepción de la realidad de uno mismo por exceso.
Ante la soberbia dejamos de ver nuestros propios defectos, quedando éstos diluidos en nuestra imagen de personas superiores que no son capaces de ver nada a su altura, todo les queda pequeño.
Hay una gradación entre las tres estirpes, soberbia-orgullo-vanidad, que van de más a menos intensidad, tanto en la forma como en el contenido. Entre la soberbia y el orgullo hay matices diferenciales, aunque el ritornello que se repite como denominador común puede quedar resumido así: apetito desordenado de la propia valía y superioridad. Es una tendencia a demostrar la superioridad, la categoría y la preeminencia que uno cree que tiene frente a los de su entorno. En general estos dos conceptos se manejan como términos sinónimos, aunque se pueden espigar algunas diferencias interesantes.
La soberbia es más cerebral, se da en alguien que objetivamente tiene una cierta superioridad, que realmente sobresale en alguna faceta de su vida. Facetas concretas de su andadura tienen un relieve que las realzaba sobre los demás. Hay una evidencia por la que puede ser tentado por la soberbia, no necesitando del halago de los otros y haciendo él mismo su propio y permanente elogio de forma clara y difusa, rotunda y desdibujada, a tiempo y a destiempo, con ocasión y sin ella. Sus manifestaciones son más internas y privadas, aunque pueden ser observadas por una atmósfera grandiosa que él crea sobre su persona y además, a través de sus máscaras; hay arrogancia, altanería, tono despectivo hacia los demás, que se mezclan con desprecio, desconsideración, frialdad en el trato, distancia gélida, impertinencia e incluso, tendencia a humillar. Otras veces, esas máscaras son de una insolencia cínica, mordaz, con un ritintín de magnificencia que provoca en el interlocutor un rechazo frontal. En los casos algo más leves, baja la hoguera del engreimiento y entonces la relación personal se hace más soportable.
El orgullo es más emocional. Es una alta opinión de uno mismo mediante la cual la persona se presenta con una superioridad y un aire de grandeza extraordinario. Puede ser lícito y hasta respetable. Decía Luis Vives que «es un amor a uno mismo por méritos propios». Puede ponerse de manifiesto en circunstancias positivas, en donde el lenguaje coloquial se mezcla con hechos e intenciones. En esos casos dimana de causas nobles y puede ser hasta justo. El orgullo de ser un buen cirujano, un buen padre, un excelente poeta, ser de una región concreta de un país… Todo esto está dentro de unos límites normales. Puede encuadrarse en el reconocimiento a una labor bien hecha.
La palabra vanidad procede del latín vanitas,-tatis, que significa falto de sustancia, hueco, sin solidez. Se dice, también, de algunos frutos cuyo interior está vacío, en donde sólo hay apariencia. Mientras la soberbia es concéntrica, la vanidad es excéntrica. La primera tiene su centro de gravedad dentro, en los territorios más profundos de la arqueología íntima. La segunda es más periférica, se instala en los aledaños de la ciudadela exterior. La soberbia es subterránea. La vanidad está en la pleamar del comportamiento. En la soberbia uno tiene una enfermedad en el modo de estimarse uno a sí mismo, en una pasión que tiene sus raíces en los sótanos de la personalidad en donde brota el error por exceso de autonivel. En la vanidad la estimación exagerada procede de fuera y se acrecienta del elogio, la adulación, el halago, la coba más o menos afectada y obsequiosa que lleva a dilatar alguna faceta externa y que de verdad tiene un fondo falso, porque no contempla más que un segmento de la conducta.
En la soberbia y en la vanidad hay una sublevación del amor propio que pide un reconocimiento general. La primera es mas grave, porque a ella se suele añadir la dificultad para descubrir los defectos personales en su justa medida y apreciar las cosas positivas que hay en los demás, al permanecer encerrado en su geografía ampulosa.
Se pueden distinguir dos modalidades clínicas de la soberbia, entre las cuales cabe un espectro intermedio de formas soberbias. Una es la soberbia manifiesta que es notarial y que se la registra a borbotones, con una claridad absoluta, lo cual suele ser poco frecuente. Hay petulancia y presunción. La otra es la soberbia enmascarada, que es la más habitual y que se camufla a soto voce por los entresijos de la forma de ser y que es más propia de las personas inteligentes y teniendo un sentido amplio y desparramado que asoma, se esconde, salta y bulle y revolotea por su mundo personal. ¿Cuáles son estos síntomas? Voy a resumirlos esquemáticamente:
1.- Aire de suficiencia que refleja un bastarse a sí mismo y no necesitar de nadie. Engreimiento que esculpe y hace hierático el gesto y lleva al hábito altanero.
2.- La borrachera de sí mismo tiene su génesis de una zona profunda e íntima donde se elabora esa superioridad. Las manifestaciones más relevantes son: susceptibilidad casi enfermiza para cualquier crítica con un cierto fundamento; gran dificultad para pasar desapercibido; tendencia a hablar siempre de sí mismo, si éste no es el tema central de conversación, enseguida decae su interés en la participación y el diálogo con los demás; desprecio olímpico hacia cualquier persona que aflore en su cercanía y de la que se pueda oír alguna alabanza. Esta embriaguez puede disfrazarse de los más variados ropajes
3.- La soberbia entorpece y debilita cualquier relación amorosa. Cuando alguien tiene un amor desordenado a sí mismo como el descrito, es difícil darse a otra persona y poner los sentimientos y todos sus ingredientes para que esa relación se consolide. Esto hace casi imposible la convivencia, volviéndola insufrible, pues reclama pleitesía, sumisión, acatamiento y hasta servilismo.
No podemos olvidar, que para estar bien con alguien, para establecer una relación de convivencia estable y que funcione hace falta estar primero bien con uno mismo.
4.- En la soberbia se hospeda una obsesión exagerada por uno mismo, que ha ido conduciendo a una excesiva evaluación del propio mérito. Y afloran términos como alardear, jactarse, vanagloriarse.
Lo contrario de la soberbia es la humildad. Todo el edificio de la persona equilibrada se basa en una mezcla de humildad y autoestima. La una no está reñida con la otra. Una persona que reconoce sus defectos y lucha por combatirlos y a la vez, tiene confianza y seguridad en sus posibilidades.
Entre la soberbia, el orgullo y la vanidad hay grados, matices, vertientes y cruzamientos recíprocos. Por esos linderos se suele acabar en el narcisismo, patrón de conducta presidido por el complejo de superioridad, la necesidad enfermiza de reconocimiento de sus valías por parte de la gente del entorno y la permanente autocontemplación gustosa.
Lasch, en su libro La cultura del narcisismo, dice que en la cultura americana éste es un emblema de nuestro tiempo. Freud puso de moda este término, recordando a la planta del narciso, que crece a orillas de los estanques y se mira en el espejo que el agua le ofrece. Lipovetsky, en su obra La sociedad perdida, habla del interés desmedido por la propia imagen: por la personalidad, por el cuerpo y sus partes descubiertas (la cara y las manos) y por la necesidad de aprobación de los demás que tienen este tipo de personas. El análisis se complica más de lo que quisiéramos y hay un terreno magnético e imantado entre estas tres estirpes mencionadas.
Sólo el amor puede cambiar el corazón de una persona. Cuando hay madurez, uno sabe relativizar la propia importancia, ni se hunde en los defectos ni se exalta en los logros. Y a la vez, sabe detenerse en todo lo positivo que observa en los que le rodean. Saber mirar es saber amar. A lo sencillo se tarda tiempo en llegar.