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Derrochadoras instituciones financieras

Sheila Bair retrata el rescate de bancos en Estados Unidos en su libro ‘Bull by the horns: Fighting to Save Main Street From Wall Street and Wall Street From Itself’. Libro publicado el 25 de septiembre de 2012, por Free Press, una división de Simon & Schuster, Inc. Este artículo es de la edición del 8 de octubre de 2012 de Fortune.

Las entrañas del rescate bancario de Estados Unidos

La ayuda del Departamento del Tesoro a las entidades en 2008 no era inevitable, dice Sheila Bair; la ex presidenta de la FDIC narra los encuentros que derivaron en el llamado TARP.

NUEVA YORK — Pocas personas tuvieron una visión tan cercana de la crisis financiera como Sheila Bair, presidenta de la Corporación Federal de Seguros de Depósitos (FDIC, por sus siglas en inglés) de junio de 2006 a julio de 2011.

En este extracto de su nuevo libro Bull by the horns: Fighting to Save Main Street From Wall Street and Wall Street From Itself, Bair, una columnista de Fortune, describe una reunión crucial a la que asistió en el Departamento del Tesoro de Estados Unidos el lunes 13 de octubre de 2008.

Allí, el secretario del Tesoro, Hank Paulson, convenció a un salón lleno de presidentes ejecutivos bancarios, incluyendo a Jamie Dimon de JP Morgan, Vikram Pandit de Citigroup, y Lloyd Blankfein de Goldman de proceder con el plan de rescate TARP por 125,000 millones de dólares.

Respiré hondo y entré a la gran sala de conferencias del Departamento del Tesoro. Estaba inquieta y exhausta, después de haber pasado todo el fin de semana en reuniones maratónicas con el Tesoro y la Reserva Federal. Sentí que comenzaba a temblar, y apreté mi gruesa carpeta informativa fuertemente contra mi pecho en un intento por disimular mi nerviosismo.

Nueve hombres estaban dando vueltas en la sala, urgentemente convocados allí por el secretario del Tesoro, Henry Paulson. En conjunto, dirigían instituciones financieras que representaban alrededor de 9 billones de dólares en activos, o 70% del sistema financiero de Estados Unidos. Primero muerta antes que dejar que me vieran temblar.

Asentí brevemente con la cabeza en dirección a ellos y me dirigí hacia el lado opuesto de la gran mesa de caoba pulida, donde yo y el resto de representantes del Gobierno tomaríamos nuestros asientos, de frente a los nueve ejecutivos financieros una vez que comenzara la reunión.

Mi esfuerzo por deslizarme alrededor del grupo y escapar de la necesidad de estrechar manos y charlar quedó frustrado cuando el presidente de Wells Fargo, Richard Kovacevich, se movió rápidamente hacia mí. Estaba ansioso por darme una actualización de la adquisición de Wachovia por parte de su banco, la cual, como presidenta de la Corporación Federal de Seguros de Depósitos (FDIC, por sus siglas en inglés), había ayudado a facilitar.

Él dijo que marchaba bien. Le dije que me alegraba. Kovacevich podría ser descortés y brusco, pero él y su banco eran muy buenos para manejar su negocio y ejecutar acuerdos. No me cabía duda de que su adquisición de Wachovia sería completada sin problemas y sin interrupciones a los servicios bancarios para los clientes de Wachovia, incluyendo los millones de depositantes asegurados por la FDIC.

Mientras hablábamos, por el rabillo del ojo vi que Vikram Pandit miraba en nuestra dirección. Pandit era el presidente ejecutivo de Citigroup, que antes había estropeado su propio intento de comprar Wachovia. Había amargura en sus ojos. Él y su principal regulador, Timothy Geithner, el jefe del Banco de la Reserva Federal de Nueva York, estaban enojados conmigo por negarme a oponerme a la adquisición de Wachovia por parte de Wells, lo cual había desbaratado los planes de Pandit y de Geithner para que Citi lo comprara con la ayuda financiera de la FDIC.

Yo había tenido pocas opciones. Wells era un banco mucho más fuerte, mejor gestionado y podía comprar a Wachovia sin nuestra ayuda. Wachovia estaba en dificultades y ciertamente necesitaba un socio que se fusionara con él y lo estabilizara, pero Citi tenía sus propios problemas, como crecientemente estaba notando. Lo último que la FDIC necesitaba era dos bancos mal gestionados fusionándose. Paulson y Bernanke, el presidente de la Reserva Federal, no culparon mi decisión de consentir la adquisición de Wells. Ellos entendieron que yo estaba haciendo mi trabajo: Proteger a la FDIC y a los millones de depositantes que nosotros asegurábamos. Pero Geithner no podía ver las cosas desde mi punto de vista. Nunca pudo.

Pandit parecía nervioso, y no era de extrañar. Más que cualquier otra institución representada en esa sala, su banco estaba en problemas. Francamente, yo dudaba de que estuviera a la altura. Había sido contratado para limpiar el desorden de Citi. Había conseguido el trabajo con el apoyo de Robert Rubin, ex secretario del Tesoro, que ahora fungía como director titular de Citi. Yo pensaba que Pandit había sido una mala elección. Su ocupación era la de gerente de fondos de cobertura y tenía un historial mixto en su trabajo. No tenía experiencia como banquero comercial, pero ahora estaba dirigiendo uno de los bancos más grandes del país.

Todavía medio escuchando a Kovacevich, dejé que mi mirada vagara hacia Kenneth Lewis, que estaba incómodamente parado al final de la gran mesa de conferencias, lejos del resto del grupo. Lewis, el jefe de Bank of America, con sede en Carolina del Norte, realmente nunca había encajado con esta gente. Era considerado más o menos como un pueblerino por los presidentes ejecutivos de los grandes bancos de Nueva York, y esa opinión no era completamente injustificada.

Era un decente banquero tradicional, pero como negociador sus habilidades no daban la talla, como quedó demostrado por sus recientes y costosas ofertas para comprar Countrywide Financial, un creador líder de hipotecas tóxicas, y Merrill Lynch, un empacador líder de valores respaldados en hipotecas tóxicas originados por Countrywide y sus acólitos. Su banco había sido saludable antes de entrar a la crisis, pero ahora tendría que cargar con el peso de esas adquisiciones inoportunas y excesivamente generosas de dos de las más enfermas instituciones financieras del país.

Otros CEOs eran más inteligentes. El más inteligente era Jamie Dimon, presidente ejecutivo de JP Morgan Chase, que estaba de pie junto al centro de la mesa, hablando con Lloyd Blankfein, presidente ejecutivo de Goldman Sachs, y John Mack, CEO de Morgan Stanley.

Dimon era una figura destacada en altura, así como en capacidad de liderazgo. Él había advertido de las deterioradas condiciones en el mercado subprime en 2006 y había tomado medidas preventivas para proteger a su banco antes de que la crisis estallara. Como consecuencia, mientras otras instituciones se tambaleaban, el poderoso JP Morgan Chase había adquirido instituciones más débiles a precios de ganga. Varios meses antes, a petición de la Fed de Nueva York, y con su asistencia financiera, había comprado a Bear Stearns. Unas semanas antes nos había comprado a Washington Mutual, un quebrado prestamista de hipotecas de la Costa Oeste, en un proceso competitivo que no había requerido la ayuda financiera del Gobierno.

Blankfein y Mack escuchaban atentamente lo que fuera que Dimon estuviera diciendo. Ellos dirigían las dos firmas de inversión líderes del país, los cuales estaban tambaleándose al borde del abismo. Goldman Sachs de Blankfein estaba en mejor forma que Morgan Stanley de Mack. Ambos sufrían de altos niveles de apalancamiento, dándoles poco espacio para maniobrar a medida que se acumulaban las pérdidas en valores relacionados con hipotecas.

Blankfein, cuyo pícaro encanto e ingenio  desmentían su reputación de tener una difícil, por no decir cruel, visión para los negocios, había asegurado recientemente capital adicional por parte del legendario inversor Warren Buffett. La inversión de Buffett no sólo había traído a Goldman 5,000 millones de dólares de muy necesario capital sino que también había creado confianza en la empresa en los mercados: Si Buffett cree que Goldman es una buena compra, el lugar debe estar bien.

Del mismo modo, Mack, el jefe de Morgan, había asegurado compromisos de capital nuevo de Mitsubishi Bank. La capacidad de aprovechar los profundos bolsillos de este gigante japonés probablemente sería en sí misma suficiente para sacar a Morgan adelante.

No para Merrill Lynch, que era insolvente. A pesar de que habían surgido señales claras de advertencia, Merrill había seguido tomando más apalancamiento mientras se cargaba de hipotecas tóxicas. El nuevo presidente ejecutivo de Merrill, John Thain, permanecía fuera del perímetro del grupo formado por Dimon, Blankfein y Mack, tratando de escucharlos.

Francamente, me sorprendió que hubiera sido invitado en absoluto. Era más joven y menos experimentado que el resto del grupo. Había sido presidente ejecutivo de Merrill durante menos de un año. Su logro principal había consistido en diseñar su costosa venta a Bank of America. Una vez que la adquisición a BofA fuera completada, ya no sería CEO, si  acaso sobrevivía. (No lo hizo. Fue despedido posteriormente por el pago de primas excesivas y lujosas renovaciones de oficinas).

En el otro extremo de la mesa estaba Robert Kelly, el presidente ejecutivo de Bank of New York, y Ronald Logue, presidente ejecutivo de State Street Corp.

La estrategia de la reunión era que Hank le dijera a todos los presidente ejecutivos que tendrían que aceptar inversiones de capital del Gobierno en sus instituciones, por lo menos temporalmente. Sí, habíamos llegado a ese punto: el Gobierno de Estados Unidos, el bastión de la libre empresa y los mercados privados iba a inyectar a la fuerza 125,000 millones de dólares de dinero de los contribuyentes en esos gigantes para asegurarse de que todo se mantuviera a flote.

No sólo eso, sino que a mi agencia, la FDIC, se le había pedido empezar a garantizar temporalmente su deuda para asegurarse de que había suficiente efectivo para operar, y la Fed iba a abrir programas de préstamos especiales con un valor de billones de dólares. Sin embargo, pese a todo eso todavía no teníamos un plan efectivo para corregir las hipotecas impagables que estaban en la raíz de la crisis.

La sala quedó en silencio cuando entró Paulson, con Bernanke y Geithner escoltándolo. Todos tomamos nuestros asientos. Él fue directo al punto. Estábamos en una crisis y una acción decisiva era necesaria, dijo. El Tesoro iba a utilizar el Programa de Alivio de Activos en Problemas (TARP, por sus siglas en inglés) para realizar inversiones de capital en los bancos, y quería que todos participarán.

Paulson pidió a Geithner que dijera a cada banco la cantidad de capital que aceptaría por parte del Tesoro. Él ansiosamente leyó la lista: 25,000 millones de dólares cada uno para Citigroup, Wells Fargo y JP Morgan Chase, 15,000 millones de dólares para Bank of America, 10,000 millones de dólares cada uno para Merrill Lynch, Goldman Sachs y Morgan Stanley, 3,000 millones de dólares para Bank of New York; y 2,000 millones de dólares para State Street.

Entonces comenzaron las preguntas.

Thain, cuyo banco estaba desesperado por capital, estaba preocupado por las restricciones a la remuneración de los ejecutivos. Yo no podía creerlo. ¿Dónde estaban las prioridades de este tipo? Lewis dijo que Bank of America participaría y que no creía que el grupo debiera discutir sobre las compensaciones. Vi a Vikram Pandit garabatear números al reverso de un sobre. "Éste es capital barato", anunció. Me pregunté qué tipo de cálculos tuvo que hacer para darse cuenta de ello.

El Tesoro estaba pidiendo sólo un dividendo del 5%. Para Citi, por supuesto, era barato, no era probable que ningún inversor privado invirtiera en el banco de Pandit. Kovacevich se quejó, y con razón, de que su banco no necesitaba 25,000 millones en capital. Me quedé asombrada cuando Hank replicó que su regulador podría tener algo que decir acerca de si el capital de Wells era adecuado si no tomaba el dinero. Dimon, siempre el adulto en la habitación, dijo que no necesitaba el dinero, pero que entendía que era importante para la estabilidad del sistema. Blankfein y Mack hicieron eco de su opinión.

Un asistente del Tesoro distribuyó un documento de condiciones, y Paulson pidió a cada uno de los CEOs que la firmara, comprometiendo a sus instituciones a aceptar el capital del TARP. John Mack firmó en el acto; los otros quisieron corroborarlo con sus consejos, pero para al final del día, todos habían acordado aceptar el dinero.

Anunciamos públicamente las medidas de estabilización la mañana del martes. El mercado bursátil reaccionó mal, pero se recuperó más tarde. Los 'diferenciales de crédito' -una medida de lo caro que es para las instituciones financieras tomar prestado dinero- se redujeron de manera significativa. Todos los bancos sobrevivieron y, de hecho, al año siguiente sus ejecutivos se estaban pagando a sí mismos grandes bonos de nuevo.

En retrospectiva, la monumental asistencia a las grandes instituciones pareció una exageración. Nunca he visto un buen análisis que la respalde. Pero eso fue una gran parte del problema: La falta de información. Cuando estás en una crisis, prefieres actuar en exceso, porque si te quedas corto, las consecuencias pueden ser desastrosas.

El hecho es que, con la excepción de Citi, los niveles de capital de los bancos comerciales parecían ser los adecuados. Los bancos de inversión estaban en problemas, pero Merrill había arreglado su venta a Bank of America, y Goldman y Morgan habían sido capaces de obtener nuevo capital de fuentes privadas, con la capacidad, creía yo, de recaudar más si era necesario.

Sin la ayuda del Gobierno, algunos de ellos podrían haber tenido que renunciar a sus bonificaciones y asumir pérdidas durante varios trimestres, pero aún así, me parecía que eran lo suficientemente fuertes como para arreglárselas. Citi probablemente necesitaba ese tipo de asistencia masiva por parte del Gobierno (de hecho, necesitaría dos rescates posteriormente), pero ahí está el detalle:

¿Cuánto de la toma de decisiones fue realizada a través del prisma de las necesidades especiales de aquella institución políticamente conectada? Estábamos lanzando billones de dólares a todos los bancos para camuflar sus problemas? ¿Estaban los otros realmente en peligro de quebrar? ¿O simplemente estábamos suavizando el daño a sus balances generales a través de capital barato y garantías de deuda?

Es cierto que a finales de 2008 estábamos lidiando con una crisis y carecíamos de información completa. Pero a lo largo de 2009, incluso después de que el sistema financiero se estabilizó, continuamos con las políticas generosas de rescate en lugar de imponer disciplina a las derrochadoras instituciones financieras despidiendo a sus ejecutivos y consejos y obligándolos a vender sus activos tóxicos.

El sistema no se derrumbó, así que al final tuvimos éxito en eso, pero ¿a qué precio? Gastamos recursos y capital político que podría haberse gastado en otros programas para ayudar a más estadounidenses comunes. Y además, hay que destacar el terrible daño a la reputación del propio sector financiero. Funcionó, ¿pero podría haber sido manejado de manera diferente? Ésa es la pregunta que me atormenta hasta ahora.