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Diálogo, respeto y razón arrogante

Miguel Agustin Romero Morett es maestro y doctor en educación y licenciado en filosofía. Profesor investigador y jefe del departamento de filosofía de la Universidad de Guadalajara. Su publicación más reciente se titula “El desarrollo de habilidades filosóficas. Un estudio comparativo y transdisciplinar en el contexto educativo”. Universidad de Guadalajara, 2006.

Quiero agradecer a los organizadores de este evento la oportunidad de externar algunas ideas en torno a la motivación que nos convoca, el encuentro, el respeto y el diálogo.

Quiero sencillamente comentar algunas notas en torno a un pequeño y profundo libro de Carlos Pereda titulado "Crítica de la Razón Arrogante" y proponer algunas aportaciones en torno a la razón dialógica, por las implicaciones que ofrece para nuestro propósito de respeto y diálogo.

Mi breve reflexión parte de la filosofía, desde el pensamiento de filósofo francés Pierre Hadot, quien efectúa una nueva lectura de los textos antiguos y descubre que la antigua sabiduría no pretendía explicar el mundo, sino proponer un modelo de vida para los jóvenes, bajo la inspiración del diálogo y de diversos ejercicios filosóficos que Hadot llama espirituales.

Con el tiempo, la filosofía, como ejercicio dialógico y forma de vida, se convirtió en discurso que, bajo el supuesto de la autonomía de la razón, asumió la facultad de cuestionar e interpelar todo lo que existe y por ello dejó de aplicarse exclusivamente al círculo de hombres y de ciudades estado en las que tuvo su origen, para expandir su frontera y sus alcances más allá de Grecia y de Europa. Hoy se expresa como filosofía de occidente. La autonomía de la razón fácilmente adquirió el carácter de instrumento de dominación.

Así, la razón autónoma se convirtió en razón arrogante. Carlos Pereda afirma que lo primero que llama la atención en la arrogancia es la desmesura de la auto-afirmación y el desprecio por lo que no cae bajo el ámbito de dicho afirmar. La arrogancia es vivir pagado de sí mismo por las más diversas razones.

Es la desestima por el otro o por lo del otro. Es la actitud de la estudiada repugnancia. Es una manera de creer, desear, sentir y actuar que se rige por los desbordes del yo.

La identidad de la arrogancia es la desmesura. Es el pensamiento que sólo se escucha a sí mismo, el que razona con la identidad excluyente y concluyente de sus propios principios, el narciso de la escucha, el que apela a su propia autoridad como finiquito de todo debate conceptual. La razón arrogante adopta la más elaborada de las formas, la arrogancia moralizadora, la que asume que sus modelos de vida y moral son los únicos posibles.

Junto a ello, la razón arrogante se expresa en el vértigo simplificador, en el pensamiento único, el que cancela por definición todo diálogo, todo respeto al otro, todo debate, toda búsqueda de verdad. La razón arrogante, moralizadora, se encarna en el poder de todo signo: el poder sobre la vida, la muerte, la hacienda, la conciencia.

Por ello la arrogancia es justamente el sin-sentido, la anti-racionalidad. Esa es una de las notas fundamentales de nuestra cultura actual: la anti-racionalidad de la razón arrogante. Y sin embargo, se ha convertido en habitus, a la manera de Bordieu: “La cultura de una época, clase o grupo, interiorizada por el individuo bajo la forma de disposiciones duraderas que constituyen el principio del comportamiento o de su acción”.

El habitus de la cultura de nuestra sociedad global es la arrogancia, iniciando con la arrogancia de la guerra y del comercio obligado. La arrogancia del poder que se ejerce desde los capitolios y desde las catedrales y que se pregona como expresión de la voluntad divina.

La razón arrogante también se expresa en incomunicación entre culturas, entre grupos religiosos, entre grupos étnicos, entre representantes de las minorías y de las diversidades, al considerar que la propia cultura basta y sobra y que las demás sólo sobran.

La razón arrogante se expresa en el pensamiento único, que no admite ningún cuestionamiento conceptual y ninguna confrontación con los hechos. Es un pensamiento que se realimenta a sí mismo, que se auto-cita, y que excluye las aportaciones de las ciencias humanas.

El pensamiento único pretende ser universal, necesario, de derecho divino, expresados en una sola emisión de voz por los voceros autorizados, aún cuando la realidad es compleja, conformada por innumerables elementos y agentes que intervienen activamente para conformar estructuras y entretejidos que no pueden reducirse a causalidades de un solo sentido.

¿Qué podemos hacer ante este panorama desalentador? ¿Cómo abordar los síndromes de la incomunicación, de la falta de respeto y de la arrogancia?

Dice Javier Muguerza, en su libro Desde la perplejidad. Ensayos sobre la ética, la razón y el diálogo, que “el diálogo tiene no poco que ver con la racionalidad (Muguerza, 2007: 89) y que para acabar de ser franco conmigo mismo… no me hago tampoco ilusiones desmesuradas sobre el entusiasmo que el propio tema del diálogo pueda en estos momentos suscitar¨ (Muguerza, 2006: 89).

Se comprende este desencanto a causa de que los innumerables grupos colegiados que permean todo el entretejido social han dado indubitables muestras de que sólo les importan los intereses personales y de facción dejando de lado el interés colectivo.

A la razón arrogante debemos oponer una razón dialógica, una racionalidad que se construya de manera colegiada y que pretenda, como en la antigüedad socrática, la búsqueda y la vivencia de la virtud y de la verdad hasta sus consecuencias finales.

Para ello, la razón debe reconocer que su autonomía no puede tener tal alcance que pretenda someter todas las expresiones de todas las culturas bajo sus propios y particulares procesos de inferencia. La única manera de comprender las sociedades no es a través del rigor de la lógica, sino de la interpretación de la vida cotidiana de pueblos y naciones.

Dialogar con las culturas, dialogar con las minorías, dialogar con los grupos diversos, con los seguidores de las múltiples religiones, debatir con las ideas, subrayar lo que nos acerca y superar lo que nos aleja. En suma, cerrar el paso a la razón arrogante y abrir las puertas a la razón dialógica. En ello puede radicar la nueva y siempre antigua utopía de nuestro tiempo.

No nos asusta la utopía, pues cada uno de nosotros es signo de búsqueda, de diálogo y de respeto.

Finalmente les extiendo un saludo por parte de los miembros del Centro de Estudios de Religión y Sociedad de la universidad de Guadalajara, un grupo de investigadores interesados en el fenómeno religioso desde diversas ópticas y cuyo trabajo ha quedado resumido en publicaciones y seminarios periódicos.


Publicado en Uruguay Escribe